A ocho meses de aquella cuestionada victoria (¿hay alguna que no lo sea?) ante Claypole, en cancha de Lanús, Boca parió otra final. Con sufrimiento, sin operaciones: durante este siglo se ha vuelto natural que el club llegue a las instancias decisivas de la mayoría de los torneos con ambiciones de campeón. En enero jugó y ganó una. Veremos cómo le va en diciembre.
Si 72 horas después del partido con Gimnasia invitan a la TV al técnico de ese equipo, entre otras cosas para celebrarle una provocación, es factible que desde hoy y hasta el lunes a la noche, cuando toque visitar al invicto Aldosivi de Palermo, se hable del esquema de Battaglia, de por qué levantó la bandera el juez de línea en un offside, de candidatos a las elecciones 2023 y, quizás, de la temperatura del aire acondicionado en el micro del plantel.
Mientras la tropilla de exaltados seriales apunta además contra los cambios del DT, las actitudes del vicepresidente, el aforo de la Bombonera y las discusiones por la renovación contractual del 4 de la Reserva, Boca intenta construir con los recursos existentes, buscando solidez defensiva, mayor elaboración en el medio y desequilibrio a través de la velocidad de sus wines. Antes que una elección, el 4-3-3 parece la respuesta a una superpoblación de atacantes por los costados. Y la mejor manera de ofrecerle algún centro decente al santafesino Luis Ismael Vázquez, a estas alturas algo más que un cabeceador.
Ya se acerca Nochebuena, ya se acerca Navidad. Aunque a cierta gente le moleste, otro Boca en la final.
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El «gorilismo» en el fútbol siempre le ha apuntado a Boca. Es así. No hay nada que haga Boca que esté bien y cualquier triunfo se menosprecia. Hasta quieren decirle a Boca lo que hay que festejar y lo que no (bah, Boca nunca tiene que festejar). El modelo de los medios siempre ha sido riBer, haga lo que hiciere. Boca, cómo bien sabemos, gana por los árbitros, por los penales, por la suerte, porque el rival no es tan bueno, porque pone plata, etc.
Boca contra todos.