Hasta el altar del Templo volvió a ir la gente en procesión, con una fe heredada, incondicional, rezando a los gritos para ganar, sabiendo que entre esos paredones altos no se siente el frío. Y de nuevo hubo comunión con el equipo, sin importar el diseño de la camiseta ni quienes la modelan. La Bombonera fue otra vez protagonista, pero no como deseaban los predicadores de plaza que llevan años vaticinando el apocalipsis ni los tuiteros de gatillo fácil.
Los fieles deben cumplir con cinco mandamientos básicos:
-Amarás a Boca por sobre todas las cosas.
-Alentarás durante los 90 minutos.
-Honrarás a tus ídolos.
-No codiciarás jugadores ni técnicos del prójimo.
-Tampoco aplaudirás enseguida en el vals.
Anoche ciertamente no estaba para temas melódicos. Se cantó desde el corazón, sin pedir más recompensa que un triunfo. El ambiente hizo que Marcos Rojo, caminando a patear un penal decisivo y vestido con la número 6, pareciera Roberto Mouzo. O que el ovacionado Rossi, desprovisto de rodilleras, luciera como aquel tarzanesco Roma de buzo oscuro. Y por un rato el Changuito Zeballos -gambeteando con derecha o izquierda- nos trajo el recuerdo de Picky Ferrero.
La cancha produce esos milagros: devuelve imágenes de la infancia, la adolescencia, las primeras copas, los chicos de la mano… Boca es la religión que elegimos, una misa ruidosa a la que seguimos yendo.
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Magnífico ek comentario señor Guerrero, mi apluso de pie.